He aquí que caminando se me hace complicado explicar qué tipo de poesía hago. Sobretodo porque lo correcto es que no hago ninguna. Más bien ella me hace, cuando invoca giros inesperados en la vista. Cuando resueno hueco a través de sus torrentes de vida. Entonces, a lo mejor, por hacerme de cansado, me siento y lo intento. Normalmente digo la palabra cuerpo.

Y me quedo igual que antes, en medias, en medias palabras, en medias tintas. Mediano. Mediocre. Porque no es de todo cierto, aunque esta máquina de sentir es la que provoca materias de las inclinaciones del vacío que resuenan fuertes en el ocaso de cualquier momento. Porque cualquier momento puede ser ocaso, acaso lo miremos desde el punto adecuado. Pero quién lo mira, y con que herramienta, con ojos, manos, narices y oídos? O mirando como los sentidos sienten? Imaginando lo que los sentidos evocan? Entonces suelo hablar del alma. Y me quedo peor que antes. Hasta me siento sucio, pronunciando palabras grandes con boca pequeña, dejando que metáforas irresistibles cobren vida desde mis balbuceos desdoblados.

Entonces la vida trae otra indicación inestimable, indomable, innegable… y para mi desesperación, inenarrable. Entonces bailo, hago gestos y me quedo quieto. Luego duermo dulce. Dulcemente. Fuera, donde late el corazón, aletean las banderas y revolotea la brisa… brújula e instrumento.